Los caciques: Ayer, hoy ¿y mañana?
Lorenzo Meyer
Realmente no es necesario
ningún bagaje teórico o conocimiento especializado, cualquier observador
equipado con experiencia y sentido común puede identificar al cacique de una
comunidad rural, de una zona de asentamientos urbanos irregulares, de un gremio
de profesionistas o de una comunidad académica.
México ha sido tierra de
caciques desde antes de que el término mismo fuera introducido por los
conquistadores españoles en el siglo XVI. En realidad los primeros caciques
aceptados como tales fueron los nobles que encabezaban los señoríos indígenas
que los españoles encontraron en América —los jefes hereditarios de las
estructuras sociales locales ya existentes— y cuya autoridad les fue reconocida
por los conquistadores una vez que se sometieron a los representantes del
monarca español. La autoridad colonial asignó a esos caciques un lugar en la
estructura formal de poder a cambio de desempeñar el papel de intermediarios
entre la masa indígena sojuzgada y el gobierno virreinal.
Las definiciones disponibles del término
no faltan, pero en cualquier caso lo central de la institución es lo que se
acaba de señalar: su función como intermediario entre la sociedad local o el
grupo y las autoridades formales y superiores del sistema de poder. El origen
mismo del término y su difusión no carecen de interés. La palabra cacique es
una corrupción de kassequa, vocablo arahuaco con que se denominaba a los jefes
indígenas que encontró Colón en La Española en 1492. El término se llevó del
Caribe al resto de las tierras conquistadas a nombre de la Corona española,
pero también cruzó el Atlántico en el sentido inverso y se introdujo en el
lenguaje político de la península ibérica. En realidad, una buena parte del
proceso político de la España de la segunda mitad del ochocientos e inicios del
novecientos giró alrededor de los caciques, es decir, de los personajes
influyentes a nivel local que controlaron los votos que los partidos políticos
nacionales necesitaban para sostener su juego liberal a nivel nacional.
Los caciques han existido desde hace mucho y
en contextos muy diferentes, pero ¿cómo definirlos? José Varela, desde la
perspectiva de un historiador político de la España del siglo XIX, propone una
definición breve pero sustantiva: "tiranos chicos".
Volviendo la mirada hacia la América Latina,
específicamente hacia México, otro historiador, un norteamericano, Paul
Friedrich, propuso una definición más puntual: "[...] un líder fuerte y
autocrático en relación a los procesos políticos locales y regionales, cuya
dominación es personal, informal y generalmente arbitraria, y que es ejercida
mediante un núcleo central de familiares, pistoleros y dependientes y que se
caracteriza por la amenaza y el ejercicio efectivo de la violencia".
Fernando Salmerón agrega a la definición otros
elementos: la ilegalidad, el nombramiento y manipulación de las autoridades
locales formales y, desde luego, el control de los recursos estratégicos más
importantes, que bien pueden ser económicos, políticos o, incluso, culturales.
En cualquier caso, Robert Kern y Ronald
Dornkart hacen ver, en su propia definición, que el caciquismo es parte central
de sistemas políticos oligárquicos, muy piramidales, dominados por una élite
heterogénea en donde el poder local del cacique es empleado para cumplir con
los objetivos de quienes controlan el poder a nivel nacional.
Independientemente de la definición que se
adopte, hay otros puntos por considerar. El primero es que las instituciones
caciquiles han variado con el correr del tiempo, pues unos fueron los caciques
de los señoríos al momento de la Conquista; otros los de las comunidades
indígenas a lo largo de los siglos coloniales; éstos se modificaron en el
México independiente y luego en el liberal; más tarde surgieron otros con la
Revolución Mexicana y, finalmente, están los contemporáneos
(¿posrevolucionarios o posmodernos?), los de la última mitad del siglo XX. El
segundo punto es que, a lo largo de esos cinco siglos, las formas caciquiles
han sido las formas en que el ejercicio del poder o de la autoridad han
incidido o afectado de manera más directa a la mayoría de los mexicanos,
incluso en el actual periodo urbano.
El tercero es que aun y cuando el grueso de
los estudios sobre el caciquismo subraya sus elementos negativos y le considera
como un indicador de subdesarrollo político y una forma "malévola y
bastarda" de liderazgo, para otros ciertos cacicazgos, como algunos de los
que surgieron en el periodo revolucionario, tuvieron elementos claramente
positivos para los intereses de los clientes de esos hombres fuertes.
En
el origen
Al cacique en los reinos españoles en
América se le define por su función: la de "salvar la distancia que
separaba a la población india de la administración colonial. Paralelamente, y
en el otro extremo, su poder en la localidad se asentó en sus relaciones con la
administración central, que le permitían servir, además de servirse, a la
local".
El cacicazgo que encontraron los españoles
en América ha sido caracterizado como una sociedad relativamente pequeña, de
base territorial, que ya contaba con una burocracia incipiente y que era
gobernada por un jefe que ejercía un poder arbitrario pero limitado. En
Mesoamérica, la mayoría de los señoríos se encontraban encuadrados en unidades
mayores; al llegar los españoles el gran imperio azteca era la más importante e
imponente de ellas y hacía tiempo que había superado la etapa del cacicazgo,
pero en su interior, en las zonas dominadas, contenía múltiples unidades de
este tipo.
Una vez que se llevó a cabo la Conquista,
el aristócrata indígena, el tlatoque, fue rebautizado como cacique, y los
miembros de las órdenes militares o pipiltin como principales. Las autoridades
españolas les reconocieron su estatus superior y hereditario y les incluyeron
en la estructura de autoridad como gobernadores, jueces, alcaldes o regidores a
cambio de que les sirvieran para recabar el tributo, proveer de fuerza de
trabajo a los propietarios españoles y, en general, para controlar a la
población nativa —a los maceguales—, justo como lo habían hecho desde antes de
la Conquista.
En el papel de intermediarios
subordinados, los caciques indígenas resultaron de gran utilidad para los
españoles, y a cambio de sus servicios se les permitió aprovechar personalmente
todas las oportunidades que su posición les daba para beneficiarse a costa de
la masa indígena, siendo muy común el abuso de su poder hasta el exceso. Dentro
de la estructura colonial, la lealtad de los caciques se orientó hacia la
autoridad española y no hacia los suyos, pero, en contraste, los españoles no
siempre fueron leales con los caciques indígenas, y hubo muchos casos en que,
con el pretexto de fallos en la recolección del tributo, esos caciques fueron a
dar con sus huesos a la prisión y sus propiedades confiscadas.
La catástrofe demográfica del
siglo XVII y la supresión de una educación especial para la nobleza indígena
llevaron, con el paso del tiempo, a que los cacicazgos fueran cada vez menos redituables
y la institución perdió el poder y prestigios que tuvo en el siglo XVI. Al
estallar la independencia, el cacique indígena era casi tan pobre como el
promedio de la masa rural. Sin embargo, la institución no murió, y con las
condiciones que surgieron al inicio de la etapa independiente tuvo un
renacimiento y un cambio.
Los caciques de una nación independiente
El inicio de México como Estado nacional
no fue muy afortunado. A nivel nacional el Estado mismo casi desapareció,
mientras la élite se enfrascó en una disputa que poco a poco se transformó en
una lucha a muerte —monarquistas contra republicanos, masones contra
clericales, federalistas contra centralistas, liberales contra conservadores,
etcétera—, pero, a nivel local, la comunidad, sobre todo la indígena, ganó
espacios y ciertos caciques de corte tradicional recibieron un segundo aire.
Sin embargo, lo más importante fue que la guerra hizo subir a la superficie a
un nuevo tipo de "hombre fuerte", donde la herencia tenía poco que ver
y mucho la capacidad personal. Los jefes insurgentes locales, los líderes de
partidas de bandidos, los jefes del ejército nacional, etcétera, se
convirtieron en la nueva horneada de caciques, muchos de ellos mestizos y
algunos criollos.
Como bien lo señalara Fernando Díaz y
Díaz, en la primera mitad del ochocientos el centro de la escena nacional lo
compartieron caciques y caudillos. Los primeros fueron los señores de la
política local, pero funcionando como apoyo de los segundos, los señores de lo
que había de política nacional. Caudillos y caciques del México independiente
partían, por necesidad —resultado de la destrucción del viejo régimen y de la
indefinición del nuevo—, del ejercicio de una dominación carismática, pero
mientras el caudillo, de mentalidad urbana, iba por el camino que, en teoría,
conducía a la dominación legal y moderna, el cacique, de mentalidad rural,
propiciaba el retorno a una dominación de tipo tradicional. Si las figuras
representativas del caudillo fueron los generales Agustín de Iturbide y Antonio
López de Santa Anna, la del cacique —en este caso liberal— fue la de Juan N. Álvarez,
"el patriarca del sur". Los primeros eran militares criollos de
carrera, en tanto que Álvarez, también criollo —su padre era gallego—, tuvo una
instrucción formal escasa, pues, huérfano de padre y madre a los 17 años, debió
de habérselas por sí mismo con apenas tres o cuatro años de estadía en una
escuela de la capital del reino.
Al incorporarse, a los veinte
años, a las filas del insurgente Morelos, al inicio de la independencia,
Álvarez debió aprender las artes militares sobre la marcha, pero, gracias a una
combinación de inteligencia y valor, llegó a convertirse en una auténtica
leyenda en su región.
A partir de la muerte de Vicente Guerrero
en 1831, el coronel Juan N. Álvarez, "Don Juan Álvarez", rodeado de
seguidores ferozmente fieles, iba ya camino a convertirse en la voz, el poder y
la ley en su zona de influencia: la tierra caliente del sur. Y sus acciones
serían decisivas un cuarto de siglo más tarde para poner fin a la triste
carrera nacional de Santa Anna y abrir las posibilidades de instaurar en México
un régimen liberal. Esto último no deja de ser una paradoja, pues por principio
el liberalismo debía ser contrario a la supervivencia del caciquismo. En
efecto, desde la óptica liberal, la relación entre el ciudadano —recuérdese que
en el México independiente se abolieron las castas y sólo había
"ciudadanos"— y la autoridad debía ser directa. Sin embargo, México
continuaba siendo un país de masas indígenas reales y de "ciudadanos
imaginarios", de ahí la facilidad con que resurgieron los intermediarios
informales pero efectivos: los caciques.
El régimen liberal encabezado por Benito
Juárez y Porfirio Díaz no intentó realmente poner fin al caciquismo revivido,
sino que buscó hacerlo funcional para su proyecto nacional. Juárez empezó la
dura tarea de someter a los "hombres fuertes" locales y Díaz la
concluyó con un éxito total. El sistema oligárquico de gobierno construido por
la dictadura porfirista fue un medio ideal para el florecimiento de una nueva
hornada de caciques. Los caciques del Porfiriato eran hacendados o sus
representantes, comerciantes, prestamistas, propietarios de alguna fábrica o
mina y, ¿por qué no?, también lo que quedaba del caciquismo indígena; todos
ellos mantenían una relación directa e incluso de superioridad, dependiendo del
caso, con los presidentes municipales —el primer escalón de la autoridad
formal—, con los jefes políticos de distrito y los gobernadores y, en ciertos
casos, con el propio presidente-caudillo: el general Porfirio Díaz. En esta
etapa, el cacique, que puede o no ocupar un puesto público, tiene ya la
característica principal en la definición que ofrece Antonio Ugalde: un control
político, económico y social total, o casi, de un área geográfica.
Gilbert M. Joseph señala que tras
estallar la rebelión maderista de 1910 contra el continuismo de Díaz, y que
pronto se convertiría en revolución, un grito de insurgencia tan importante
como "Tierra y libertad" o "México para los mexicanos" fue
"¡Mueran los caciques!", pues el caciquismo era ya "una
plaga" y la exigencia inmediata, a nivel local, fue quebrarle la columna
vertebral a esa, nuestra "institución peculiar".
El caciquismo revolucionario
Justo como había ocurrido durante las
guerras de independencia y de Reforma, con la Revolución Mexicana el aparato de
dominación del antiguo régimen se colapsó y por un tiempo el Estado mismo
desapareció. De nuevo, el poder en México se fragmentó y el poder surgió del
cañón del fusil. Personajes que bajo la estructura oligárquica se distinguían
poco del resto del suelo social —caballerangos, bandidos, maestros, mineros,
rancheros, pequeños comerciantes, estudiantes, dependientes e incluso algunos
grandes propietarios marginales, etcétera— surgieron como los nuevos hombres
del poder, pero con métodos viejos: los caciques revolucionarios. Y en la
vorágine de la guerra civil, algunos de ellos, como fue por ejemplo el caso de
Emiliano Zapata, incluso tuvieron la capacidad de transformarse en caudillos.
Una manera de ver a la Revolución Mexicana
es como una serie de biografías de una larga lista de caciques, algunos
francamente populares y radicales, como Felipe Carrillo Puerto, Adalberto Tejeda,
Úrsulo Galván, Primo Tapia o Juan M. Banderas. Otros, los más, en cambio se
inclinarían más o menos rápido hacia posiciones conservadoras, como Saturnino
Cedillo, los hermanos Figueroa, Ángel Flores, Ramón F. Iturbe, Maximino Ávila
Camacho, y tantos y tantos otros. A la mayoría la violencia les permitió
ostentar grados militares, pero hubo una minoría civil, como Emilio Portes Gil,
José Guadalupe Zuno o Tomás Garrido Canabal. En fin, la lista puede extenderse:
Domingo Arenas, Guillermo Meixcueiro, Cándido Aguilar y centenares de figuras
menores pero decisivas a niveles muy locales.
Cuando el fuego y el humo de la revolución
se apagaron y disiparon y se inició el proceso de institucionalización, una
segunda generación de caciques se montó sobre la primera y jugó un papel
importante en la formación del Partido Nacional Revolucionario y en su
consolidación como Partido de la Revolución Mexicana y, finalmente como Partido
Revolucionario Institucional. Figura destacada y paradigmática de esta nueva
ola fue Gonzalo N. (por Nicanor) Santos. Su dominio de la política potosina lo
consiguió llenando el vacío dejado por la rebelión y muerte en 1938 del cacique
original, Saturnino Cedillo. La revolución en San Luis la habían hecho sobre
todo los hermanos de Gonzalo, Pedro Antonio y Samuel, pero fue el menor,
Gonzalo, el que realmente logró que esa revolución le hiciera justicia —su
rancho, El Gargaleote, con sus 87 mil hectáreas, fue uno de los grandes
latifundios posrevolucionarios. Siempre en el Congreso federal entre 1924 y
1940, gobernador entre 1943 y 1949, Gonzalo N. Santos fue el amo político de
San Luis Potosí hasta que la resistencia ciudadana llevó a que el presidente
Adolfo López Mateos encontrara en ese cacicazgo un problema y no una solución a
su interés central: la estabilidad de la política potosina.
De una estirpe similar a
Santos, fueron más tarde Carlos Sansores Pérez en Campeche y Víctor Cervera
Pacheco en Yucatán.
Bajando del nivel estatal al de pueblos y
regiones más pequeñas, encontramos que el denso entramado del partido de Estado
PNR-PRM-PRI tejió muy bien entre sus hilos al caciquismo, al punto que resultó
imposible diferenciar al uno del otro. Del estudio de Antonio Ugalde sobre un
pueblo zapoteca al pie de la Sierra de Juárez, en Oaxaca, se desprende que el
caciquismo posrevolucionario o "neocaciquismo" tiene una base de
poder menos fuerte que sus antecesores y que, como resultado de la institucionalización
y gran concentración del poder a nivel nacional, está obligado a acudir a los
niveles superiores con más frecuencia que sus antecesores y a relegitimarse
ante cada cambio de gobierno. En cualquier caso, una obligación central del
caciquismo posrevolucionario fue la tradicional: mantener bajo control las
contradicciones y conflictos de su localidad, pero también entregar los
resultados electorales demandados por el partido de Estado y, sobre todo,
impedir el florecimiento de la oposición en sus campos.
El
desarrollo económico posterior a la Segunda Guerra Mundial, la
industrialización y la urbanización permitieron trasladar, con modificaciones,
al cacicazgo de su origen rural al escenario industrial y sin variar de
objetivo: como un sistema de intermediación que sirviera de sostén al PRI y de
control de las demandas y acciones del proletariado. Joaquín Hernández Galicia
es el arquetipo del cacique industrial. De secretario general de la Sección Uno
del poderoso sindicato petrolero pasó a ser el secretario general del sindicato
(1961-1964). El fin formal de su secretariado no significó el fin de su poder.
En los años setenta y ochenta fue reconocido como el "líder moral"
del STPRM. Eso significó que la estructura formal del sindicato estaba a su
completa disposición, y que su voluntad era ley no sólo en el sindicato sino en
un amplio radio de la zona donde residía: Tampico. Como en el caso de Santos,
una diferencia con el presidente de la República llevó a Hernández Galicia, en
1989, a pasar, sin punto intermedio, de ser el factótum en el STPRM a la cárcel
por nueve años. Otro cacique ocupó su lugar, pero con menos fuerza relativa y
sin ninguna pretensión de independencia frente a Salinas.
La urbanización es el fenómeno demográfico
que caracterizó a la sociedad mexicana posrevolucionaria y el caciquismo se
adaptó al nuevo ambiente, específicamente en las zonas de asentamientos
marginales e irregulares, invadidas por las olas de migrantes que necesitaban
un solar donde establecerse y aún traían consigo todo el bagaje de la cultura
cívica campesina, incluido, desde luego, el cacicazgo. Justo cuando el
caciquismo rural empezó a declinar, el caciquismo en las comunidades urbanas
marginales tomó fuerza. Al final del siglo XX, y como un ejemplo entre centenares,
se tiene a una antigua afanadora, Guadalupe Buendía Torres, alias La Loba, que,
con auxilio de sus familiares y un grupo de incondicionales, construyó un
impresionante cacicazgo en la zona conurbada del Estado de México, gracias a su
control del Organismo Descentralizado de Agua Potable, Alcantarillado y
Saneamiento de Chimalhuacán y, desde luego, al efectivo apoyo que dio al PRI y
recibió de él.
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